¿Sabes esos momentos en los que tu creatividad se dispara y las ideas se agolpan en tu mente?
Podrías hacer esto, que tiene muy buena pinta; y diseñar esto otro, que te apetece un montón. No, no, el otro día hablaste con no sé quién y se os ocurrió una idea que…
El resultado son ideas, muchas ideas.
Las ideas llevan a los castillos en el aire.
Si hago esto, quizá consiga esto, y esto, y esto otro… Ya sabes, el cuento de la lechera, que tan mala fama tiene en el mundo de habla hispana y tan buena en los países nórdicos.
Y con los castillos en el aire a veces llegan los planes.
Planes, esas maravillas teológicas que diseñan los pasos que deberías dar para que ese castillo en el aire deje de ser un castillo en el aire y se convierta en una sólida construcción de piedra sobre unos buenos cimientos.
El problema radica en que los planes son adictivos.
Necesito esto, también esto otro, luego necesitaré una cosa más, y todo esto lo puedo hacer así, usando esto, y con…
¿El resultado?
Seis meses han pasado y la emoción inicial por esa idea se deshincha. Ya no vamos a comernos el mundo y, como no vamos a comernos el mundo, pensar en cambiar planes por acción suena irreal.
Así que planificamos más.
O estudiamos más.
Un título más, un plan más, y entonces seguro que…
Total, que alguien que en lugar de haberse sentado seis meses a coquetear con una idea, sin casarse con ella, se haya puesto a hacer cosas para crear esa idea te lleva una ventaja desmesurada.
Porque las ideas, la creatividad y los planes están muy bien, pero son igual que la trampa eléctrica esa para cazar moscas. Vuelas a su alrededor, excitado por los colores, y terminas con las alas chamuscadas antes de darte cuenta.
Así que vete al grano.
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