Tener hijos es algo agotador a niveles que, cuando no los tienes, no creías que fueran posibles. Si los tienes, sabes de lo que hablo.
Si no los tienes, no te preocupes, no hace falta que sepas de lo que hablo.
Lo que pasa es que, además del agotamiento físico, mental y espiritual que conlleva la paternidad, también trae cosas maravillosas que no te imaginabas. Maravillosas y divertidas.
Si hay algo que mi hijo pequeño disfrute más que nada (además de los coches, los dinosaurios y todas esas cosas que hacen feliz a un niño pequeño) son las noches de chicos.
Una de las ventajas de que mi trabajo vaya bien y gane mucho dinero, es que mi mujer ha ido dejando poco a poco las guardias. Esas jornadas maratonianas de 24 horas seguidas trabajando en un hospital.
Pero una vez cada cierto tiempo, coincide que ella hace una guardia en fin de semana y los niños y yo pasamos el día solos.
A veces, también, se alinean los astros para que mi hija pase la noche fuera de casa. Una pyjama party, una noche con los abuelos…
Y en esos momentos mi hijo siempre prefiere quedarse con papá y hacer lo que él llama una noche de chicos.
Es en ese momento cuando te das cuenta de que, en realidad, la vida es mucho más sencilla de lo que parece.
Es en esos ratos cuando la presión de las miles de pequeñas cosas que nos asaltan día sí y día también se desvanecen y consigues ver el mundo con los ojos de un pequeñajo de tres años.
Correr por la calle para ver lo rápidas que son las zapatillas, comprar ingredientes para hacer unas pizzas, cocinarlas y ver una película de Spiderman.
Imaginando que el suelo es lava, que somos superhéroes y contando historias tan absurdas como divertidas.
Te das cuenta entonces de que esa capacidad de concentrarte en el momento presente, en disfrutar de las pequeñas cosas que tienes a tu alrededor, es más importante que el éxito, el dinero o cualquiera de las mierdas que tiene una vida promedio.
De que la perspectiva es más importante que la realidad.
Y que son nuestras expectativas lo que destroza nuestra vida.
No te voy a decir que pares un par de horas cada día en la oficina a jugar a que el suelo es lava, lanzas telarañas desde la muñeca y saltes de mesa en mesa como si fueras un mono.
(Aunque si consigues disfrutarlo, habrás ganado más que nadie).
Pero sí que pongas las cosas en su justa perspectiva.
Si a mi hijo le dijeras que tu trabajo es una mierda, que odias a tu jefe, que odias tus 8 horas en la oficina y que no eres feliz con lo que haces…
Te preguntaría que para qué haces ese trabajo y te diría que buscases otro.
Si a mi hijo le dijeras que ganas poco dinero, te diría que ganases más.
Y no es inocencia infantil, es como deberías vivir tu vida.
Perseguir un sueño no es fácil, montar un negocio es difícil, ganar un sobresueldo que amplíe lo que te pagan en tu trabajo tampoco es pan comido.
Pero, ¿sabes qué sí es fácil?
Comprar un dominio para esa idea.
No son los diez euros lo que convierte esa acción en el detonante de algo brutal, es el tiempo que pasas pensando el nombre y la sensación de propiedad que despierta en ti el hecho de poseer una propiedad digital que sea solo tuya.
A partir de ahí, el resto es coser y cantar.
Porque lo más difícil ya está hecho.
Basta con tener una estrategia y un método que convierta esa propiedad en una fábrica de billetes. O de lo que sea que quieras conseguir. En mi caso, personas como tú que leen estos correos hasta el final y saben que ya son un poquito mejores por dentro.
Y la forma de conseguir ese objetivo es esta:
Estrategia y acción para ideas digitales ganadoras
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