¿Te acuerdas de cómo hacíamos los viajes en coche en el siglo pasado?
Sí, sé que suena a abuelo cebolleta, pero no hace tanto de eso.
Con que tengas 23 años ya viviste el siglo pasado (porque sí, el siglo empieza en el año 1, no en el año 0).
Si tienes más de 30, seguramente recuerdes cómo eran.
Yo, que tengo casi 40 y hacía viajes Pamplona-Madrid cada dos meses, los recuerdo a la perfección: coches sin cinturones en la parte de atrás, camas montadas en los asientos y el suelo, cintas de casete, un aire acondicionado inexistente…
Y sin pantallas.
Viajábamos más despacio y lo hacíamos sin trampas sofisticadas contra el aburrimiento.
Mi familia y yo fuimos a Málaga la semana pasada. Un viaje de 5 horas de ida un viernes y 5 horas de vuelta un domingo.
Con dos niños pequeños.
Y es el mejor viaje en carretera que hemos hecho nunca.
El sábado desayunamos en la playa con una amiga de mi mujer y, no sé qué dijimos, pero sí sé lo que dijo ella y, sobre todo, cómo lo dijo. Con los ojos muy abiertos y una mirada de incredulidad, mientras su hijo mataba el rato con una Nintendo Switch y su hija y nuestros hijos jugaban con la arena en la playa.
—¡¿Habéis hecho el viaje sin pantallas?!
No, no solo hemos hecho el viaje sin pantallas, es que también lo hemos hecho sin música y casi del tirón.
Una pequeña parada en una gasolinera a comer embutidos del cerdo con capa y a seguir.
¿Cómo narices se consigue algo así?
Se preguntaba Laura y quizá te preguntes tú.
Pero no es la pregunta adecuada.
La pregunta correcta es: ¿por qué merece la pena conseguir algo así?
Porque así pasamos los viajes hablando, riendo y conectando con nosotros mismos.
Mis hijos quieren contar cosas, quieren preguntar y quieren escuchar. Tienen tiempo para reflexionar, para pensar y para expresarse.
Y nosotros también.
Así que, de las 5 horas de cada trayecto, estuvimos charlando al menos cuatro.
Por lo menos mi hija y yo, que somos los que aguantamos despiertos en el coche.
Ella por incomodidad, yo por seguridad familiar.
Y no ha sido difícil conseguirlo.
Las pantallas nunca han sido una opción en esta casa, salvo casos de extrema necesidad.
Porque anestesian el problema y no ayudan a desarrollar la paciencia y la tolerancia al aburrimiento que necesita un ser humano.
La música fue más difícil.
Porque antes impregnaba cada minuto de nuestros días.
Pero quitarla fue sencillo: tomé la decisión, dejé de ponerla en trayectos cortos y de pronto todos empezamos a compartir entre nosotros.
Ahora nadie la pide.
Salvo cuando, después de más de cuatro horas, el ambiente de la parte de atrás se caldea y hay que lanzar un hueso a las fieras.
Porque, amigo lector, la cuestión está en empezar.
En decidir qué quieres, por qué lo quieres, y tomar las acciones necesarias.
Aunque cuesten.
Aunque vayan en contra de lo que llevas haciendo 40 años.
Y si quieres rentabilizar las habilidades y conocimientos que has ido adquiriendo en tu vida.
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