Circula por internet el vídeo de un chaval americano dando el discurso de fin de curso, como valedictorian (*) de su promoción.
Vamos, el number güan, el mejor expediente, el mejor alumno.
Kyle, que así se llama el chico, después de agradecer a todo el mundo por su trabajo (sobre todo a sus padres por el cariño y los miles de dólares que habrán pagado por su educación) dice algo que tienes que leer.
(*) El valedictorian es, por definición, el estudiante encargado de dar el discurso final o de despedida en el sistema escolar de EEUU.
Pero no es como en España. Yo he sido el valedictorian de mis promociones de universidad y colegio, pero no era el mejor expediente de la promoción. Solo el único con ganas de hablar en público.
Allí, en EEUU, el valedictorian es, además, el mejor de la promoción.
Esto es lo que dijo Kyle Martin en ese discurso como top number güan de su promoción:
«Hace un año me enteré de que estaba cerca de conseguirlo, así que decidí ir a por todas. Mucho estrés y presión durante este año, pero al fin lo conseguí.
Y en la ceremonia de entrega de premios, cuando dijeron mi nombre, me sentí eufórico durante… 15 segundos. 15 segundos de adrenalina, de éxtasis por ser el primero de la promoción.
Pero entonces llegó el segundo 16. Me senté en mi silla, miré la banda en mi cuello que decía valedictorian y pensé: ¿ya está?
¿Qué ha pasado?
¿Por qué no siento nada más?
No sé qué era lo que esperaba. ¿Un desfile? ¿Una lluvia de globos?
¿O que todos mis problemas desaparecieran milagrosamente en comparación con este logro?
Pero no pasó nada de eso. No sentí nada, ni siquiera en mi corazón.
Estaba en shock y necesitaba saber por qué.
Trabajar duro está bien, es casi bíblico, pero no se debería hacer con el único propósito de lograr un objetivo a expensas de nuestra relación con los demás.
Mirando hacia atrás el camino recorrido para llegar hasta este discurso de 5 minutos, me di cuenta de que había desatendido a todo el mundo. Familia, amigos…
Relaciones abandonadas por un discurso de 5 minutos.
Por lo menos solo he tardado 1 año en darme cuenta. ¿Te imaginas darte cuenta con 50 años?
¿O en tu lecho de muerte?»
–Kyle Martin, The King’s Academy 2019 valedictorian
Yo sentí lo mismo con 29 años (a días de cumplir 30). Después de sacrificar no 1, ni 2, sino 5 años de mi vida para alcanzar un objetivo que ni siquiera sabía por qué quería, sacrificándolo todo por el camino.
Incluida mi salud.
Dos años después de eso, con las decisiones correctas tomadas y una vida ya equilibrada, uno de mis mejores amigos de toda la vida, Andrés, me dijo: «te echábamos de menos, es la primera vez que veo al David de verdad en muchos años».
Oírlo alivia, sí, pero también entristece. ¿Tantos años llevaba sin ser yo? ¿Tanto se notaba que no era yo?
Tener un objetivo en esta vida está bien.
El mío es ganar tanto dinero en piloto automático como para que mis hijos tengan la vida resuelta y mi mujer y yo podamos disfrutar de la nuestra sin preocuparnos demasiado.
Al menos por cuestiones económicas.
Pero no se puede hacer a costa de, precisamente, desatender a los que más quieres.
Si para facturar los miles de euros que facturo tuviera que dejar de ver a mis hijos, a mi mujer, a mis amigos, mis series de Netflix, mis partidas en Minecraft, mis lecturas o mis LEGO… No me merecería la pena.
Seguro que conoces a alguien que vive por y para trabajar y llegado el momento de jubilarse no sabe que hacer con su vida. Yo tengo tres familiares muy cercanos que, pasados los 70, siguen trabajando tanto o más que antes.
Sacrificando momentos con sus hijos y sus nietos por ese trabajo.
Eso es lo que quiero evitar con los consejos que te envío cada día por email.
Porque al final del día solo hay una métrica que importa en los negocios online (sea vender móviles, libros o tus servicios como masajista): el dinero que facturas.
Y yo quiero que factures una cantidad obscena de dinero. De la misma forma que intento facturarla yo todos los meses.
Aunque otro día hablaremos de qué es una «cantidad obscena de dinero».
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